jueves, mayo 10, 2018

Vulnerabilidad juvenil

Hace unos días pasé frente a un grupo de jóvenes que estaban reunidos en una esquina, cuyas edades calculo que estaban entre los doce y dieciséis años. Un abigarrado conjunto de casi niños, de incipientes mujeres y hombres. Su aspecto denotaba claramente su situación de vida: dificultades económicas, marginación, segregación social, opciones educativas de baja calidad, etcétera. En suma, su alta vulnerabilidad en una sociedad con una lacerante desigualdad.

¿Cuál puede ser su expectativa del futuro, qué posibilidades tienen para integrarse a los mercados laborales? Con preocupación y tristeza pensé que algunos de ellos (tal vez muchos) acabarían en las garras de las adicciones, la criminalidad, la violencia y la economía informal.

Como sociedad les hemos fallado, nos hemos fallado a nosotros mismos. Les estamos empujando a un futuro sin movilidad social que les dé la esperanza de mejorar sus condiciones de vida; les ofrecemos un mercado laboral precario, sin seguridad social, sin prestaciones, con salarios indignos, sin contratos, sin estabilidad ni protección. Los ponemos al borde del precipicio social con pocas o nulas ofertas de cultura, ciencia, arte, educación, entretenimiento, salud y justicia. Les enseñamos que el cinismo, el provecho personal de los bienes públicos, la ilegalidad, la corrupción y el apropiamiento indebido son las mejores opciones para progresar, pues la impunidad está casi garantizada. Saben, o pronto lo harán, que se mata porque se puede, porque no hay consecuencias, porque es fácil. Les demostramos que las instituciones son poco confiables, que la procuración de justicia es facciosa, que el servicio público es para servirse de él; que la Constitución es letra muerta, que los derechos están ahí pero es difícil obtenerlos.
Los gandallas prosperan; ser honesto es idiota, es un lastre para progresar. Le regateamos el presupuesto a la educación pública, la ciencia y la tecnología, pero lo entregamos a manos llenas a partidos políticos, esos que han hecho de la mentira su modus operandi, los que nos mean y dicen que está lloviendo, los que no nos representan pero exigen nuestro dinero para asegurarse trenes de vida fastuosos, insultantes, faraónicos.

Les escamoteamos el civismo, la ética, la filosofía de sus planes de estudio y nos escandalizamos con los resultados, culpándoles, victimizándolos y, claro, revictimizándolos en su momento. Porque la culpa es de ellos, porque el cambio está en uno mismo y son pobres porque quieren, porque no trabajan lo suficiente, porque todo lo quieren gratis.

Les entregamos un país hecho jirones y les exigimos que hagan maravillas con eso. Les legamos una patria sin recursos naturales pues la modernidad exige entregarlos al mejor postor. Les exigimos licenciaturas y posgrados para tener sueldos que les permitan apenas sobrevivir. Les damos el ejemplo de que la dignidad es una mercancía.

El machismo es aceptable, la violencia de género siempre es culpa de ellas; la violación se la buscaron las mujeres por livianas y veleidosas, pues incluso la disfrutan. No existe el consentimiento, “no” es “sí”, sí quieren pero se hacen las difíciles; las que se salen del redil son feminazis, machorras, lesbianas, malcogidas; les hace falta un hombre.
¿Qué opciones de futuro les ofrecemos?

Seguí mi camino pero persiste el recuerdo del grupo en esa esquina, sus rostros aún infantiles.

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